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Por qué no debes mirar al sol

2/2/2025


En un buen día de aburrimiento pandémico, Raúl se disponía a realizar sus tareas domésticas tan monótonas como siempre lo han sido. Pensaba inconscientemente en lo aburrida que era su vida, en el horrible calor del verano, en la estúpida enfermedad que lo mantenía confinado y en las mil y una cosas que podría estar haciendo con su ilimitado tiempo juvenil, si no fuera por la aniquiladora ley de excepción que reinaba en la nación. Estaba atrapado, sin duda, y ferozmente aburrido. No hay ser en su derredor capaz de subsanar su dolencia. No hay razón para seguir existiendo y, sin embargo, pensar en el final le traían severos escalofríos que alejaban prontamente el pensamiento de su encéfalo. «Es la angustia de nunca acabar» pensó. Ahora bien, quizás era su culpa. No, sin duda era su culpa. Era él quien no se esforzaba por salir de la rutina. Era él quien tiraba a la basura cada idea de redención frente a este infinito martirio. Era él quien buscaba intencionalmente el aburrimiento. Entonces -Raúl meditó-, la solución es de lo más sencilla: hacer algo. Para eso resolvió realizar, sin reservas ni cavilaciones, la siguiente acción que apareciera como idea en su cabeza, por más insubstancial que resultara y por más fugaz que se presentara. De esta manera podría acallar su sufrimiento interno y demostrar -al menos a sí mismo- que era capaz de escapar de su propia prisión.

Pasaron días y semanas, mas la cabeza de Raúl estaba vacía. Se sorprendía él mismo de su capacidad impasible de no tener absolutamente ninguna idea. Quizás era él mismo quien boicoteaba su búsqueda, llenando su mente de pensamientos sin pies ni cabeza, que no llegaban a constituirse en verdaderas y realizables acciones. La flagelación mental que se autoinfligía desataba una furia inconmensurable, pero Raúl no tenía consciencia de sus causas. De pronto, y sin previo aviso, una idea tonta se proyectó de manera efusiva en la consciencia de Raúl. Una idea que flotaba en el aire y que rezaba por ser recibida bajo los pensamientos más oscuros que el muchacho podía generar, y que finalmente se posó en su cerebro. Ya estaba claro; había logrado -sin el mayor esfuerzo- abrirse paso entre los magníficos obstáculos de su psique, y había encontrado la solución a todos sus pesares. «Debo mirar directamente al Sol» dijo. Después se todo, ¿por qué no? Quién sabe cuántas maravillas estéticas, cuántos placeres visuales, incluso cuántas verdades universales se encuentran en el bello velo brillante que, por razones meramente fisiológicas, simple condición humana, no se había atrevido a observar. La cuestión se encontraba resuelta. ¿Para qué atender aquellas advertencias infundadas que su madre y abuela, magnos ejemplos del conformismo, habían conjurado para evitar que Raúl descubriera las verdades que se escondían en la visión de aquella bola de gas ardiente? Tal vez descubriría en el Sol una razón para mantenerse con vida. Quizás la visión de la estrella trasciende todo conocimiento humano habido y por haber. En el peor de los casos, Raúl sería el primer ser humano en decepcionarse por la falta de belleza en la luz clara del cielo, y esto era un riesgo que estaba dispuesto a aceptar. Además, el tiempo era el ideal. Las lluvias de agosto se sosegaban para dar paso al calor radiante de septiembre, y en el cielo no se divisaba la más mínima nube. No obstante, Raúl debía actuar cuanto antes, porque era ya bien pasado el mediodía y la oscuridad de la noche acechaba aquella tarde equinoccial. Miró por la ventana deseoso de poner a prueba su brillante idea, pero no encontró su objetivo. Supuso que este debía encontrarse frente al jardín sur poniente donde, a su conveniencia, se encontraba la terraza que podría acomodarlo oportunamente en una acolchada silla.

Bajó cual raco cordillerano las escaleras que daban a parar al lugar de los sucesos. Entonces se encontró con el cuadro perfecto que permitiría realizar con toda comodidad su cometido. Se sentó en la silla y contempló la gloriosa vista que rodeaba a su objeto de atención. El astro aún brillaba incorruptible en el firmamento. Raúl contempló la tarde como nunca lo había hecho antes. Había algo de belleza implícita en aquella visión, una belleza indescriptible que sólo podía ser observada por un ser tan excitado y libre como lo estaba Raúl. Pero él no se dejó engañar por el inminente ocaso; sabía que este tenía la intención de detenerlo con su apacible belleza, sabía que intentaba apartarlo del verdadero conocimiento, intentaba mantenerlo ignorante, intentaba evitar que mirara al Sol. Raúl esquivó esta ávida y malintencionada distracción, y se dispuso a cometer su pecado.

Preparó sus ojos, más abiertos que nunca, y miró. El Sol se proyectaba a través de sus contraídas pupilas, y grababa en cada una de sus retinas una marca de irreconocible desgarro, tan sutil como la herida de una puñalada en el corazón. Los fotones golpeaban el globo ocular y se abrían paso por los muertos tejidos que alguna vez le dieron forma a las imágenes. El intenso brillo deslumbraba la carne y la hacía desaparecer. Raúl no vio nada. No podría haber visto nada. Su campo visual se transformó en la cabeza de un alfiler y su parpados cayeron rendidos sin haber dado batalla. El golpe final lo trajo el dolor. Un dolor insoportable, digno de estudio, que estremecía todas y cada una de las fibras nerviosas que no estarían diseñada para recibir tal estímulo. Un golpe tan estruendoso que impactó en el ego mismo. Raúl soltó un mero sollozo, una queja insignificante que no podría, y no pudo, contener tal sufrimiento derramado. Lo que alguna vez fueron sus ojos, su conexión virtual con el mundo, el centro de su cognición, yacían difuntos dentro de las cavidades que alojaban sus cuerpos que momentos antes se encontraban llenos de vida. Todo se había perdido, y todo estaba acabado. Raúl comprendió su error, pero ya era tarde. A estas alturas, los pensamientos de muerte parecían felices paseos en la playa; el agua entremezclada con la arena rozando los pies que plácidamente recorrían aquel limbo. El último pecado parecía ser el más cuerdo, pero ni siquiera pensar en eso libraría al muchacho de aquel martirio. Raúl reparó en lo idiota que había sido al no escuchar los familiares consejos que resonaban en su cabeza como un dantesco mantra: «nunca mires al sol».